Pompeya y Herculano fueron, como explica en este artículo nuestro colaborador Enric-Eduard Giménez, el germen de una nueva manera de entender el coleccionismo de antigüedades: del secretismo a la divulgación controlada de los tesoros de los Reyes de Nápoles, varios factores fueron decisivos para la expansión del neoclasicismo. ¿Queréis conocerlos?

El Descubrimiento

Cuenta la tradición, que el descubrimiento de Herculano y Pompeya, fue consecuencia de un acontecimiento fortuito. Los reyes de Nápoles, Carlos VII (luego Carlos III de España) y María Amalia de Sajonia salieron a pescar en mayo de 1737 y, sorprendidos por una tormenta, se refugiaron en el puerto del Granatello al sureste de Nápoles. Enamorados del lugar decidieron construir un palacio allí, el Palacio Real de Portici, y en el contexto de la construcción el ingeniero Roque Joaquín de Alcubierre descubrió Herculano en 1738 y Pompeya en 1748.

Maravillado por tales descubrimientos el rey fomentó las excavaciones “arqueológicas” y en 1758 fundó un museo en el propio palacio, el Museo Ercolanense. El museo alcanzaría tal fama y sería tan esencial para la difusión del gusto neoclásico por Europa, que Goethe lo calificó de “el alfa y el omega de todas las colecciones de antigüedades”. Sin embargo, pese a la fama, el estudio y la difusión de las fabulosas antigüedades con frecuencia tuvo que hacerse “a pesar de” Carlos VII, su hijo Fernando IV, el director Alcubierre y la larga retahíla de “conservadores” y funcionarios palatinos.

Entrada original al Museo Ercolanense del Palacio Real de Portici, actual Facultad de Agricultura de la Universidad de Nápoles. (Font: Twitter Antigua Roma al Día)

En primer lugar, no habría que olvidar que en realidad los yacimientos habían sido descubiertos, sin saberlo, por el príncipe de Elboeuf a inicios del mismo siglo, también durante la construcción de su villa de recreo, la Villa d’Elboeuf. Pero no siendo un erudito, el príncipe se había dedicado a decorar su casa con las antigüedades encontradas y a regalarlas a importantes personalidades de la época como el príncipe Eugenio de Saboya o el rey Luis XV de Francia.

Asimismo, pese a la celebridad, Pompeya y Herculano deben inscribirse en una larga ristra de colecciones de antigüedades y descubrimientos que también fueron esenciales en la configuración de un gusto neoclásico, como el palacio imperial de Diocleciano en Spalato, el Museo Pío-Clementino o la colección de la Villa Borghese. Cierto que los descubrimientos en las afueras de Nápoles tuvieron siempre dos características únicas: la cantidad de piezas que iban saliendo del suelo sin parar y el magnífico estado de conservación en el que se encontraban las pinturas.

Sin embargo, como ya hemos dicho, el acceso a las colecciones del palacio de Portici siempre fue, cuando menos, problemática. En 1739, apenas un año después del descubrimiento, un viajero destacaba que le enseñaron la colección personas “malhumoradas y hurañas”. El célebre Winckelmann, por su parte, pudo inspeccionar con calma la colección solo después de un extenuante papeleo. Goethe, en su visita de 1787, recibió la prohibición expresa de dibujar cualquier pieza (el “no photos” de la época), aunque años antes, en 1775 se había empezado a tolerar que los visitantes pudieran tomar notas bajo la estricta vigilancia de un ujier. Así, la difusión de todas esas piezas tuvo que hacerse “a pesar de” sus dueños y muchos viajeros publicaron grabados de las mismas hechos de memoria, como Cochin en sus Lettres sur les peintures d’Herculanum (1751) o el marqués de Caylus con el Recueil d’antiquités (1752). Ni que decir que estos recopilatorios tenían más cualidades artísticas que arqueológicas.

Difusión

Tras la fundación del museo en 1758, Carlos VII tomó la iniciativa de difundir las piezas, pero a su manera. Se hacía a cuentagotas y no quería que nadie lo hiciera por él, mostrando un notorio recelo en pleno siglo de la Ilustración. La publicación en 1750 del estudio Admiranda Antiquitatum Herculanensium por Antonio Francesco Gori, un erudito florentino, horrorizó al monarca, “que no quería que se estudiase en Florencia lo que él deseaba que permaneciese oculto”. Así, en paralelo a la fundación del museo, el rey patrocinó la edición de la “guía oficial” del mismo, ocho enormes y lujosos volúmenes con detallados grabados que se publicaron de 1757 a 1792. Pero dichos volúmenes de Antichità di Ercolano esposte no llegaron al gran público, ya que jamás se pusieron a la venta, el rey se reservó el derecho de regalarlos a quien considerara merecedor de ellos y eruditos y personalidades varias se pelearon por ellos.

Grabado representando a Baco y Ariadna  en  Antichità di Ercolano esposte. (Font: Italianways)

Por lo tanto, el gran público tuvo, de nuevo, que circunvalar los gestores del prestigioso museo y la difusión se hizo “a pesar de” más que “gracias a”. Los exclusivos grabados de las Antichità di Ercolano esposte no tardaron en copiarse y ofrecerse a un público más amplio. En 1773 en Londres de publicó una selección de grabados de las pinturas y en 1789 el grabador italiano Tommaso Piroli empezó a publicar Antiquités d’Herculanum, una versión con bellos grabados pero con textos mucho más ligeros que las erudiciones de Antichità di Ercolano esposte.

Es interesante notar cómo, siendo Herculano la primera ciudad descubierta, las antigüedades se calificaran de “herculanenses y de otros sitios”. Pero también había una clara voluntad de asociar todas las antigüedades a la promoción regia y un cierto oscurantismo intencionado respecto a la procedencia de las piezas. Sin embargo, pronto Pompeya tomó el relevo, en primer lugar porque era un yacimiento mayor y más rico y, muy importante, porque estaba a la vista de todos frente a los oscuros pozos de se tenían que trazar en Herculano y a los que solo tenían acceso los funcionarios reales.

Finalmente, la iconografía herculanense y pompeyana acabó inundando Europa pese a los impedimentos, al secretismo y al control. Sus motivos decorativos llegaron a la Syon House de Londres, a los aposentos de Catalina la Grande en Tsarskoye Selo, al coqueto castillo de Wörlitz en principado de Dessau, o a los costosos papeles pintados que Carlos IV encargó para el “Salón de Besamanos” del palacio de La Granja de San Ildefonso. 

Por otro lado Casas de Subastas como la de Jean-Baptiste-Pierre Lebrun en París, del cual hay otro artículo en este blog, propiciaron la compra-venta de antigüedades de este tipo en Francia. En la década de 1780 este famoso establecimiento se especializó en piezas romanas y griegas, y gracias a ello el gusto parisino moduló hacia el clasicismo más arqueológico y menos fantasioso.

Red Drawing Room en la Syon House de Londres. (Font: Josep Solé Llagostera & Syon House and Park Trust)

Otra problemática del museo fue su constante crecimiento, que impidió cualquier tipo de organización precisa y racional. Winckelman indicó que al principio el museo tenía cinco salas, luego, en 1763, habían crecido hasta doce, en 1771 eran catorce y en 1796 dieciocho. Todas ellas se situaban en la planta baja del palacio cara al mar, con un acceso directo desde la calle. También las colecciones estuvieron constantemente variando de sitio, en 1760 las pinturas antiguas (quizás lo más célebre del museo) estaban en un puñado de gabinetes del primer piso del ala cara al Vesubio, luego en varias salas y hacia 1796 se trasladaron a la planta baja cara al mar, junto a las esculturas y justo debajo de los aposentos de la reina María Carolina de Nápoles.

Ante el constante crecimiento de las piezas, la presión para que fueran mostradas al público sin tantas trabas y la difícil coexistencia del museo y el palacio real en el mismo edificio, se empezó a plantear su traslado a un edificio más adecuado. En 1774, Fernando IV se planteó instalarlas en el palacio de Caserta, pero durante más de diez años no se hizo nada. En 1788 se volvió a plantear el traslado, pero esta vez al Palazzo degli Studi en Nápoles (antigua universidad). La medida fue aplaudida por eruditos y viajeros e incluso se llegaron a hacer grabados imaginando cómo sería ese traslado que parecía inmediato. El célebre arquitecto Ferdinando Fuga fue el encargado de adaptar el viejo edificio destinado a los nuevos “Reales Museos y Academias”. Sin embargo, para disgusto de muchos, el museo nunca llegó a abrir, permaneció vacío esperando, mientras las antigüedades seguían recluidas en Portici solo vistas por los pocos privilegiados que obtenían una autorización. Hubo que esperar a la hecatombe para que el museo se abriera al fin.

Grabado representando la imaginaria inauguración del museo de Nápoles en 1778, de Duplessis Berteaux coloreado por Louis Jean Desprez.

En 1806, con Fernando IV huido a Palermo con decenas de cajas de antigüedades y José Bonaparte sentado en el trono napolitano, empezó el traslado de piezas al museo público, proseguida por Joachim Murat y acrecentado por nuevos hallazgos. Restaurado Fernando IV en el trono en 1815, las antigüedades exiliadas a Palermo fueron directamente al museo de Nápoles, sin aspavientos y un poco de tapadillo. Eso sí, el museo fue pomposamente renombrado Real Museo Borbonico, en un intento por hacer olvidar que habían sido los Bonaparte los que finalmente lo habían abierto al público. Solo algunas pinturas siguieron estando en Portici hasta 1827, cuando todo partió definitivamente a Nápoles. Fernando IV había muerto en 1825. No obstante, precisamente en 1827, la condesa Potocka aún destacaba que tras un extenuante proceso para conseguir autorización para dibujar las piezas, al llegar al museo de Portici le dijeron que solo podría dibujar las piezas de las que ya había reproducciones.

Bibliografía básica

 
ALLROGGEN-BEDEL, Agnes; KAMMERER-GROTHAUS, Helke (1983). "Il Museo Ercolanense di Portici" en La Villa dei Papiri (Cronache Ercolanesi, Supplemento 2), pp. 83-128.
 
NOGUERA CELDRÁN, José Miguel (2009). "El “gabinetto segreto” del Museo Real de Portici y las esculturas de tema erótico del rococó helenístico" en Sexo y erotismo: Roma en Hispania (Catálogo de la exposición, Museo Arqueológico de Murcia, 6 de mayo – 5 de julio de 2009), pp. 68-95.
 

PRAZ, Mario (1982). Gusto neoclásico. Barcelona, Gustavo Gili.

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Artículo escrito por Enric-Eduard Giménez, historiador del arte.


Estudió historia del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona y un máster en gestión de museos y patrimonio en la Universidad Complutense de Madrid. Realizó sus prácticas de máster en el Palacio Real de Madrid. Es especialista en arte de corte de los siglos XVIII, XIX y XX, y se ha interesado especialmente por los aspectos arquitectónicos, decorativos y funcionales de las residencias reales europeas. Actualmente gestiona y es autor de varias cuentas en las redes sociales dedicadas a la difusión de patrimonio, destacando especialmente su cuenta de Instagram y una cuenta dedicada a los Reales Sitios españoles. Asimismo colabora en varios blogs y es autor de diferentes artículos en la Wikipedia.